De morado

Se rumora que piensan demoler el lugar. Eso sería la paz. Hace tiempo que vivo más bien entre las sombras. No es que sea antisocial, es que aquí me siento más yo, lo poquito de yo que me queda. María, María, mira, viene alguien, digo postrado ante la ventana más alta. Pero nadie responde. Quién sabe dónde está María. Ya hace mucho que ando olvidando todo. Tengo que preguntarle por las fotos. ¿Por qué las retiraste María? ¿Y porqué ya no pones Time is on my side? Yo la pondría pero no doy con la consola. Debo sonar idiota, perdido en mi propia casa. Primero las fotos y los libros. Luego los muebles y el color de los muros. El otro día regañé a unos niños que andaban saltando en la cama, en nuestra cama. O no sé, quizá ya no era nuestra cama. Son décadas sin hablarnos María, así se sienten. Qué rabia cuando pensé que un extraño te hacía el amor en nuestra alcoba. Pero no eras tú. Era una señora rubia. Me di cuenta tarde; ya los dos corrían despavoridos ante mí colérica irrupción. Como sea, ¿qué chingados hacían aquí? Le salieron canas al tipo ese. Ja, ja, ja. Sus caras de miedo me pusieron de buen humor. A veces me hace falta. Esta suerte de vacación difusa dura demasiado y encima no puedo quitarme la sensación de que tenía que hacer algo, ponerle un telegrama a alguien, enviar una carta o hacer una llamada. ¿A quién sería? ¿A ti? Mira que me da por pensar tonterías, ¿un telegrama a mi propia casa, a mi mujer? Están llamando. No me gusta ese timbre que se supone suena como campanitas. Aquí no pinto nada. Cambian lo que les da la gana y nunca me preguntan. El antiguo timbre de chicharra me gustaba más. ¿Fuiste tú María? Creo que a ti no te gustaba. Lo asociabas con lo de mi corazón. Pero fíjate que ya estoy bien, ya no me duele nada desde hace mucho tiempo. Timbré como loco. Me dolía mucho y estaba asustado. Pensé que tú sabrías que hacer. Hace mucho que no me pega el sol como esa vez. Debo estar blanquísimo. Creo que ya abrieron la puerta. Nomás oigo murmullos, pero a toda esa gente nueva no le dirijo la palabra. Son groseros, nunca saludan, nunca piden nada. Se mueven por la casa como si fuera suya. Ay María, me da mucho coraje su felicidad. Me repatea tener que atravesar por entre sus maletas llenas de planes. Será que yo ya no tengo. Si al menos me topara con alguna foto, una nada más, podría recordar tu rostro. Si al menos quedara por ahí un delantal que guardara un poquito de tu olor. Pero estos méndigos no dejaron nada. Por eso les grito María, no nomás porque sí. Pero ni con eso se espantan. Bueno estaría que todo se cayera. Se rumora que piensan demoler el lugar.

Pecado pirata

Si el amor
—un satélite en busca de planeta—
cae sobre nuestros cuerpos
exhaustos,
empapados,
temblorosos
no podremos ser sordos a la hora
y sentiremos frío
en el revés
de las prendas que yacen.

Encuentro

Los dedos en la boca,
agua deseante,
hoy todo es entrega,
la orilla de nosotros se colapsa,
renunciar al después
porque todo se juega en un gerundio,
cosmología de habitación de paso
según los evangelios de Lilith,
hambre de monstruo:
labios, lenguas, huesos,
un sexo que ocupó toda la piel,
penínsulas acariciando cuevas,
cuerpos que quieren y que quieren más,
buscan y buscan,
tocan y muerden,
pequeños Sísifos haciendo el éxtasis,
esta condena
de sentirte habitada,
de habitarte,
de cancelar la muerte
mientras los oleos se nos van mezclando,
de izar la gravedad más dura,
ahogarnos en humores,
inundarte, romperme, renunciar
en un idioma de diez mil chasquidos
que no sabría cómo dejarnos ir.

Desaparición

Te irás yendo solita,
como pinta de gis en la banqueta;
un día entraré al café
sin pensar tu cortado casi late,
tu nombre se irá hundiendo
bajo una peregrinación
de letras y monitos de WhatsApp.

Me daré cuenta
de que me sobran llaves,
tenedores y baños,
de que no hay árbol
ni esferas ni luces.

Me darás algún susto:
una prenda olvidada
con el dulce sabor de tu pereza
saltará un día
desde el fondo del clóset,
horrocrux kamikaze,
colmillos de algodón sobre mi cuello.

Los sobres para ti irán menguando,
alguna tarde me visitará
una onda pródiga
que hicieron nuestros cuerpos
antes del diluvio,
traza agridulce,
regresará para encontrarse
pura orfandad,
puras disoluciones.

Te irás de a poco,
todos tus resabios
perderán la tercera dimensión,
serás esquema de un afecto extinto,
proyecto archivado
de algarabías dudosas
y finalmente algo parecido a una palabra
que nadie se molestará en leer.

Tirando

Sentir que el estallido
está siempre a la vuelta,
sombras agazapadas,
que los párpados
contienen por muy poco otro tsunami,
atisbar el sismógrafo que empuja sangre,
cazar fugas de aliento,
los poros crispados,
dejar que una canción
me empuje al filo de otro precipicio,
estar, en suma,
listo
para caer,
sí,
para despeñarme
y,
por algún motivo,
abandonar la casa cada día,
gozar de la potencia de este cuerpo,
las piernas,
mezquites migrantes;
hacer cafés de abrazos,
dejarme zarandear por otras voces,
no abandonar las ganas de conquista,
cortejar el riesgo,
leer y releer
las metidas de pata y la vergüenza,
ser miserable por cinco minutos
y luego deshacerme entre la risa,
soportar demoras,
afrontar tu silencio
subiendo cerros y ensamblando cunas,
creer en cuartas oportunidades,
vivir quebrado
porque es la única forma
y no perder la ocasión de bailar
aunque sea con los pies adoloridos.

La capa parduzca

A María la despedazaron en el bosque. Caminaba a la cabaña de su abuela Magda para llevarle alimentos y hierbas medicinales. La abuela vivía sola desde hacía unos meses. Desde el día en que el abuelo había salido rumbo a la aldea y no se le había vuelto a ver. Se dice que a María la despedazaron unas bestias, pero su menudo cuerpo no presentaba marcas de colmillos, no había mordidas, sino cortes rectos, como los que deja una hoja de metal. En su capa, necesaria en ese otoño frío y sin nieve, el beige original había quedado cubierto por el pardo irregular de la sangre seca. Dicen que parecía que antes de quitarle la vida le habían hecho cosas terribles, que parecía que la habían usado como, desgracidamente, se usaba a muchas jovencitas de su edad.

María, ¿por qué te metiste al bosque?

Porque al llegar a la cabaña de la abuela Magda había encontrado la puerta abierta, el lugar desordenado y el cuerpo sin vida de la abuela, arrojado como materia sin nombre junto a la humilde chimenea. Pero eso no era todo. En la mesa había dos hombres corpulentos bebiendo algo, sus hachas descanzando contra la pared. María habría salido corriendo y habría intentado, sin éxito, esconderse entre los árboles, en lo más profundo de la vegetación. María habría alcanzado a dejar un rasguño profundo en la mejilla izquierda de uno de sus agresores. Se habría defendido hasta el final. El hombre de la mejilla arañada se habría dispuesto a terminar con María elevando su hacha antes del golpe definitivo. Antes de que la hoja hubiera descendido le habría espetado un «yo soy más lobo que tú» y habría acabado con la existencia de la jovencita.

María, ¿por qué dejaste que te alcanzara el lobo?

Fue un monje el que encontró los restos de María; el que los examinó y se hizo una idea de lo que podría haber ocurrido; el que los envolvió con la capa parduzca para llevarlos a lado de la capilla en donde daban sepultura a los cuerpos en aquel entonces. A la abuela Magda la encontró un mendigo que buscaba algo de comer. Los animales del bosque ya habían comenzado a alimentarse con el cuerpo de la anciana. El mendigo corrió la voz y se marchó de la aldea temiendo que fueran a culparlo por aquella muerte.

Juana, madre de María, hija de Magda, nunca logró aceptar lo ocurrido, perder a su madre y a su hija. En sus sueños, un gran lobo feroz las devoraba, sí, pero un leñador noble y audaz rajaba al lobo del cuello a los testículos y las rescataba. Sueños. En sus sueños, la capa de María no era beige. Nunca lo había sido. Desde siempre, era una capa carmesí, intensidad alegre como la de las flores que se daban en el bosque a pesar de la frialdad otoñal. En lo que le restó de vida, Juana llegó a cruzarse veintisiete veces con un hombre corpulento que tenía la mitad izquierda de su rostro adornada por tres pequeñas cicatrices alineadas en diagonal. Ni Juana ni el hombre llegaron a prestarse antención, salvo en el último de sus encuentros; el hombre llevaba cabeza y espalda cubiertas con la piel de un lobo gris. Juana lo miró sorprendida y él se dió cuenta de esa mirada, coincidencia fugaz que se disipó al momento y nunca más se repitió.

Algunos siglos después, unos arqueólogos encontrarían los restos de María y, después de un examen minucioso y concienzudo, construirían una historia de horrores como esta.

Soliloquiando

Me digo que te veo hacer lo tuyo,
un cosmos de pixeles,
usar recortes para enhebrarte rostros,
ficción de que se besa una ficción,
hambruna de la voz y de los gestos,
querer sentir el frío,
el apretón de manos
y no este acecho de frases fantasma
que incendia el apetito y poco más.

De legado

Escribo un testamento de despojos,
tu nombre pronunciado con orgasmos,
los licores perdidos, los marasmos,
terror del sol que se arrancó los ojos.

Un testamento en caracteres rojos:
no es que sea sangre, pero los espasmos
del animal con nombres y entusiasmos
se nos confunden con nuevos antojos.

Pensar pesares y alcanzar los astros
o sucumbir helado a tus sonrojos
y hacer martirio para los hijastros.

Martirio y testamento, desalojos,
resabios de una guerra, llagas, rastros
para nuestras dos almas de matojo.